Muchos se niegan a perdonar vistiéndose con el decoroso traje de la dignidad, la cual es la condición de alcanzar u obtener algo que nos realce y
nos haga sentir apreciados por otros o merecedores del elogio ajeno, pero que
no tiene nada que ver con elección personal, sino con la de los demás, en otras
palabras otro es el que te considera digno, el que te indilga dignidad, pero si
personalmente nos consideramos dignos, estamos transitando por el peligroso
despeñadero del orgullo.
La dignidad es el reconocimiento
de que otro es merecedor o poseedor de cualidades o virtudes y por ellas recibe
el merito y se hace digno de tal o cual cosa.
El orgullo tiene la capacidad de
ocultarse bajo las apariencias o encubrirse con trajes de distinta naturaleza y
al estar vestido con atavíos prestados los usa solo para conveniencia personal
engañando sutilmente a quienes no saben diferenciar lo falso de lo genuino.
Cuando alguien asegura que la
dignidad de ser humano le impide perdonar las ofensas, solo está recurriendo a un disfraz para ocultar su
verdadero rostro que esta deformado por el odio, la venganza y el
resentimiento y se ha puesto el antifaz que camufla muy bien su oculta personalidad.
El perdón no rebaja, ni minimiza
al otorgante, al contrario lo eleva como individuo virtuoso y lo enaltece haciéndolo digno de elogios y
reconocimientos.
Quien no puede perdonar
esgrimiendo el sentido de la dignidad, no tiene la más elemental noción de
ella, un desconocimiento total de su significado y es huérfano absoluto de su
presencia.
Orgullo y dignidad no son
compatibles, no se mezclan por lo cual no pueden convivir, el orgullo si
prevalece borra todo vestigio de dignidad y elimina todo rastro de
misericordia, pero si es la dignidad la
que domina, hace que el individuo cada día se esfuerce, para ser verdadero
merecedor de tan alta distinción.
El orgullo no da opción al perdón
y de que dignidad habla quien se niegue a perdonar al ofensor, la verdadera dignidad
es encomiada por tener espíritu perdonador y ser capaz de desterrar el odio y
el resentimiento del corazón.
Por el pastor: Fernando Zuleta V.
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