Cuando las sombras del odio invaden la mente y el corazón es revestido de tinieblas, los sentidos no pueden percibir ni un tenue rayo de luz que los saque de tan densa oscuridad, los pensamientos la invaden dándole
el color del azabache y la negrura de las noches tormentosas sin luna y sin
estrellas y como las grandes serpientes llega
a ser tan formidable su poder
destructivo que envuelve su presa con su
abrazo mortal y después haciendo funcionar sus anillos constrictores, con su fuerza descomunal y salvaje, quiebra todos los huesos de la victima,convirtiéndola en una masa maleable.
El odio es un caparazón que igual
que en los quelonios va creciendo con el cuerpo, haciéndose más grueso y
resistente con el paso del tiempo, de la misma manera se fusiona con la mente y cuando los sentidos son invadidos
por el odio se pierde toda vislumbre de racionalidad imponiendo a los
pensamientos un único camino, que lo conduzca al aniquilamiento de quien es
objeto de su ira y resentimiento.
El odio avasalla y destruye sin compasión
porque el cerebro entrega todo su
colosal poder a las acciones viscerales y estas no tienen la capacidad de
razonar, sino que actúan movidas por los sentimientos, proporcionando a las
emociones destructivas todo el combustible inflamable para avivar en actividad
continua la hoguera del amargo resentimiento.
Un ser cautivo por el odio
ejecuta los pasos negros y tormentosos de la danza macabra de la muerte que
tiene como pareja a la venganza feroz y despiadada, que estimulada por los
sentimientos viles que produce esta emoción sin control, no tiene reposo, ni
calma, como lo describe con claridad la Biblia: pero los impíos son como el mar
en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arroja cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios para
los impíos (Is. 57: 20-21)
El odio es posible que ocupe la
prominencia negativa en la escala de anti-valores, que sin reserva promueve la
maquiavélica impiedad, porque es tan agresivo y tenebroso que anula con
intensidad abrumadora, la razón y los sentidos. Nunca he visto tan grande empeño
y perseverancia como en quien movido e impulsado por el odio se traza la meta
de cobrar venganza y con el ingrediente adicional del recuerdo perenne de
aquello que le dio origen a ese sentimiento tan perverso y corrompido, pero lo
peor de todo este asunto es que cuando logran cumplir la venganza, jamás serán
recompensados por la paz y aun muertos aquellos a quienes se les exigió la vida
como pago para resarcir la deuda, siguen odiándolos con intensidad furibunda,
sin poder olvidar ni el recuerdo, ni la tragedia del pasado.
El odio nunca se extinguirá, ni
se le causara aniquilamiento usando métodos humanos, permitiendo que la pasión controle los
impulsos del corazón, atropellando a los sentimientos imponiéndoles la ley de
talión, porque de esa manera el objeto del odio se destruye, pero su obra queda
incólume en los recintos más recónditos de la
mente y desde allí los recuerdos aparecerán como fantasmas furtivos
agregando a las heridas abiertas elementos astringentes que harán que nunca
sanen y su dolor se agudice y se extienda en el tiempo y la distancia.
El odio es una llama de fuego
inextinguible, porque su combustión se produce en el corazón, por elementos con
alto poder inflamable como son la ira, el resentimiento y la venganza, esta
triada de fuerzas emotivas fuera de control, no tienen límite, ni en el tiempo,
ni en la cantidad y se multiplican haciendo que las flamas ganen altura y
poder.
El odio tiene el color del cual está
pintado el corazón y este sumido en el torrente de emociones negativas tienen
ausencia de color y la ausencia de color es negro infinito imposible de
describir con palabras y de plasmar aun con la tinta más negra que conozcamos en
el ámbito terrenal.
El odio jamás conquista, el
destruye; el odio jamás gana, el aniquila; el odio no trae la paz, al contrario
añade mas desazón y angustia; el odio no ausenta el dolor, aumenta su intensidad;
el odio no gana batallas, sino que prolonga la guerra interna sin pausa, ni
medida; el odio no crea condiciones propicias para el cambio transformador,
sino que reproduce el caldo de cultivo par que todas las bajas pasiones se
agiganten y se extiendan.
El odio es un contaminante
espiritual de ferocidad incalculable y en el terreno que tenga por hábitat,
crece a todas sus anchas la raíz de amargura, como la mala yerba que no
necesita ser cultivada, sino que surge con espontaneidad asombrosa para arropar
y contaminar ahogando en su paso arrollador, todo lo productivo y útil.
Este mal tan degradante va
carcomiendo las entrañas como el oxido hace con el hierro que ha quedado sin
protección a la intemperie, que después solo se ve un cumulo de herrumbre, que al
final también desaparecerá sin dejar huellas de que este poderoso metal alguna
vez existió.
El odio no solo termina con los
enemigos, también destruye a quien hace sociedad con el, porque no tiene
amigos, ni compadrazgo con nada, ni nadie y su única y exclusiva misión es
destruir a todo el que es blanco de sus ataques, usando como tonto útil a quien le permita asilarse en su vida y le da
cabida en sus sentimientos.
El odio siempre apunta sus dardos envenenados en
dos direcciones, hacia el exterior a los que pretende aniquilar y de lo cual es consciente,
el que lo tiene como socio y le proporciona su alto poder destructivo y hacia
dentro en lo interior, donde su letal pócima es vertida en el torrente sanguíneo y llevado a todos las
células del cuerpo hasta hacerlo desarrollar tolerancia, siendo su efecto
pernicioso igual que consumir estupefacientes, que la dependencia hace imposible
prescindir de su dosis letal, cuando el
organismo lo exige.
La principal víctima del odio es quien le da cavidad en sus
sentimientos, porque actúa envolviéndolo en una toxica nube de gases piroclasticos,
produciendo una asfixia que lenta y pausadamente va dejando sin respiración,
porque satura todo el sistema respiratorio de toxinas que atrapan el aire,
impidiendo que llegue a los pulmones para
que la sangre lo reciba y sea distribuido por todo el organismo proporcionando el oxigeno.
El odio nubla la vista y tapona los oídos, porque no puede ver caminos
distintos al que le señala el corazón atrapado en el estrecho laberinto
flanqueado por las murallas de la sed infame de revanchismo, no escucha ningún
sonido diferente al producido por las cuerdas de acordes letales, en el instrumento
que toca la muerte.
Un recuerdo, sea bueno ,sea malo
permanece en el tiempo sin variación, pero lo que tiene y se puede cambiar es el enfoque, hacer algo parecido a
lo de la ciudad de los monstruos, que toda la energía que movía su mundo era
obtenida por los gritos de angustia de los niños aterrados, pero un monstruo
bueno cambio ese sistema de torturas, cuando descubrió que la risa superaba en
grandes cantidades a los gritos de terror produciendo energía en mas altas
proporciones y reemplazando el horror por la alegría, crearon una nueva
relación, así los monstruos dejaron de aterrorizar y comenzaron a alegrar la
vida de los infantes y el resultado no podía ser otro que el disfrute de la felicidad.
Me dirán, eso es posible solo en
la ficción, bueno, lo de la metrópoli de los monstruos sí, pero la vida tuya y
la mía, los recuerdos, la tragedia que vivimos por los agravios, la culpa, el
rechazo o el reproche, no son ficción, son crudas realidades y hacer que sean diferentes,
es nuestra responsabilidad, porque cada individuo es responsable de elegir como
vivir y de conocer que cada decisión trae consecuencias. En una ocasión una
bella y agraciada joven me pidió que la llevara de una aldea cercana a la
ciudad para donde iba y hablando con ella, me confió que su viaje era con el
objeto de obtener dinero y le pregunte ¿y cómo? Su respuesta fue simple. ¡Como
sea! Entonces agregue y ¿si te consigues un sida?; ella me respondió: Dios me
libre; de inmediato añadí: Dios no te va a librar de las consecuencias de lo
que tú has decidido hacer en contra de su voluntad y violando sus mandamientos.
No podre ser librado si estoy hundiendo un puñal en la humanidad de alguien y al
mismo tiempo este rogando: ¡Señor líbrame de cometer homicidios!
Tenemos una tendencia mal interpretada y peor dirigida cuando dejamos
las consecuencias de los actos a los caprichos y vaivenes del tiempo, creyendo
en un destino que no existe y como aseguraba la mitología de los antiguos griegos, que ni los dioses del
Olimpo podían cambiar.
Pretendemos que Dios intervenga
en cambiar todo aquello, que nosotros nos negamos con tozuda reiteración a
hacer o queremos que Dios se encargue de arreglar todos los errores que cometemos sin que tomemos
acciones determinantes para corregirlos, es seguro que muchos yerros, acciones
y decisiones en que incurrimos a diario no tenemos la capacidad de superar,
pero una cosa si es segura, mientras no determinemos hacer las cosas
diferentes, aun teniendo la capacidad para lograrlo, sino accionamos nunca
lograremos tal cosa, aunque invoquemos la ayuda de Dios y pidamos su
participación directa; Dios jamás intervendrá para cambiar lo que personalmente
no se quiere cambiar y tampoco hará nada a nuestro favor cuando violando sus
principios usando el libre albedrío, decidimos hacer lo que no conviene,
esperando que no traiga malas
consecuencias.
Tal vez te sientes impotente o incapaz para hacer la voluntad de
Dios, pero si no lo intentas y accionas no podrás mover el poder de Dios a tu
favor, la dificultad no es la grandeza del problema que se presenta, sino la determinación
de enfrentarlo y cuando das el paso de fe, Dios lo da contigo en perfecta
sincronización y cuando El avanza con nosotros no habrá dificultad que no se
doblegue al paso formidable del Rey de reyes y Señor de señores.
Nadie puede meter la mano en el
fuego sin correr el riesgo de quemarse y de producirse heridas graves y
dolorosas, de la misma manera nadie tiene licencia par incurrir en ofensas
contra Dios y salir indemne de su falta, la sentencia en su Palabra es clara y
directa: no tendrá por inocente al culpable. (Nahúm. 1:3).
Por el pastor: Fernando Zuleta V.