jueves, 22 de enero de 2015

LA COMPAÑÍA DEL ODIO



Cuando las sombras del odio invaden la mente y  el corazón es revestido de tinieblas,  los sentidos no pueden percibir ni un tenue rayo de luz que los saque de tan densa oscuridad, los pensamientos la invaden dándole el color del azabache y la negrura de las noches tormentosas sin luna y sin estrellas y como las grandes serpientes  llega a  ser tan formidable su poder destructivo que envuelve  su presa con su abrazo mortal y después haciendo funcionar sus anillos constrictores, con su  fuerza descomunal y salvaje, quiebra todos los huesos de la victima,convirtiéndola en una masa maleable.
  

El odio es un caparazón que igual que en los quelonios va creciendo con el cuerpo, haciéndose más grueso y resistente con el paso del tiempo, de la misma manera se fusiona con la mente y cuando los  sentidos son invadidos por el odio se pierde toda vislumbre de racionalidad imponiendo a los pensamientos un único  camino,  que lo conduzca al aniquilamiento de quien es objeto de su ira y resentimiento. 

El odio avasalla y destruye sin compasión porque el cerebro entrega todo  su colosal poder a las acciones viscerales y estas no tienen la capacidad de razonar, sino que actúan movidas por los sentimientos, proporcionando a las emociones destructivas todo el combustible inflamable para avivar en actividad continua la hoguera del amargo resentimiento.

Un ser cautivo por el odio ejecuta los pasos negros y tormentosos de la danza macabra de la muerte que tiene como pareja a la venganza feroz y despiadada, que estimulada por los sentimientos viles que produce esta emoción sin control, no tiene reposo, ni calma, como lo describe con claridad la Biblia: pero los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arroja  cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios para los impíos (Is. 57: 20-21)

El odio es posible que ocupe la prominencia negativa en la escala de anti-valores, que sin reserva promueve   la maquiavélica impiedad, porque es tan agresivo y tenebroso que anula con intensidad abrumadora, la razón y los sentidos. Nunca he visto tan grande empeño y perseverancia como en quien movido e impulsado por el odio se traza la meta de cobrar venganza y con el ingrediente adicional del recuerdo perenne de aquello que le dio origen a ese sentimiento tan perverso y corrompido, pero lo peor de todo este asunto es que cuando logran cumplir la venganza, jamás serán recompensados por la paz y aun muertos aquellos a quienes se les exigió la vida como pago para resarcir la deuda, siguen odiándolos con intensidad furibunda, sin poder olvidar ni el recuerdo, ni la tragedia del pasado.

El odio nunca se extinguirá, ni se le causara  aniquilamiento usando métodos humanos,  permitiendo que la pasión controle los impulsos del corazón, atropellando a los sentimientos imponiéndoles la ley de talión, porque de esa manera el objeto del odio se destruye, pero su obra queda incólume en los recintos más recónditos de la  mente y desde allí los recuerdos aparecerán como fantasmas furtivos agregando a las heridas abiertas elementos astringentes que harán que nunca sanen y su dolor se agudice y se extienda en el tiempo y la distancia.

El odio es una llama de fuego inextinguible, porque su combustión se produce en el corazón, por elementos con alto poder inflamable como son la ira, el resentimiento y la venganza, esta triada de fuerzas emotivas fuera de control, no tienen límite, ni en el tiempo, ni en la cantidad y se multiplican haciendo que las flamas ganen altura y poder.

El odio tiene el color del cual está pintado el corazón y este sumido en el torrente de emociones negativas tienen ausencia de color y la ausencia de color es negro infinito imposible de describir con palabras y de plasmar aun con la tinta más negra que conozcamos en el ámbito terrenal.

El odio jamás conquista, el destruye; el odio jamás gana, el aniquila; el odio no trae la paz, al contrario añade mas desazón y angustia; el odio no ausenta el dolor, aumenta su intensidad; el odio no gana batallas, sino que prolonga la guerra interna sin pausa, ni medida; el odio no crea condiciones propicias para el cambio transformador, sino que reproduce el caldo de cultivo par que todas las bajas pasiones se agiganten y se extiendan.

El odio es un contaminante espiritual de ferocidad incalculable y en el terreno que tenga por hábitat, crece a todas sus anchas la raíz de amargura, como la mala yerba que no necesita ser cultivada, sino que surge con espontaneidad asombrosa para arropar y contaminar ahogando en su paso arrollador, todo lo productivo y útil.

Este mal tan degradante va carcomiendo las entrañas como el oxido hace con el hierro que ha quedado sin protección a la intemperie, que después  solo se ve un cumulo de herrumbre, que al final también desaparecerá sin dejar huellas de que este poderoso metal alguna vez existió.

El odio no solo termina con los enemigos, también destruye a quien hace sociedad con el, porque no tiene amigos, ni compadrazgo con nada, ni nadie y su única y exclusiva misión es destruir a todo el que es blanco de sus ataques, usando como tonto útil  a quien le permita asilarse en su vida y le da cabida en sus sentimientos. 

El odio siempre apunta sus dardos envenenados en dos direcciones, hacia el exterior a los que  pretende aniquilar y de lo cual es consciente, el que lo tiene como socio y le proporciona su alto poder destructivo y hacia dentro en lo interior, donde su letal pócima es vertida en el  torrente sanguíneo y llevado a todos las células del cuerpo hasta hacerlo desarrollar tolerancia, siendo su efecto pernicioso igual que consumir estupefacientes, que la dependencia hace imposible prescindir de su dosis  letal, cuando el organismo lo exige.

La principal víctima  del odio es quien le da cavidad en sus sentimientos, porque actúa envolviéndolo en una toxica nube de gases piroclasticos, produciendo una asfixia que lenta y pausadamente va dejando sin respiración, porque satura todo el sistema respiratorio de toxinas que atrapan el aire, impidiendo que llegue a los pulmones para  que la sangre lo reciba y sea distribuido por todo el organismo proporcionando el oxigeno.

El odio nubla la vista y tapona  los oídos, porque no puede ver caminos distintos al que le señala el corazón atrapado en el estrecho laberinto flanqueado por las murallas de la sed infame de revanchismo, no escucha ningún sonido diferente al producido por las cuerdas de acordes letales, en el instrumento que toca la muerte.

Un recuerdo, sea bueno ,sea malo permanece en el tiempo sin variación, pero lo que tiene y se puede  cambiar es el enfoque, hacer algo parecido a lo de la ciudad de los monstruos, que toda la energía que movía su mundo era obtenida por los gritos de angustia de los niños aterrados, pero un monstruo bueno cambio ese sistema de torturas, cuando descubrió que la risa superaba en grandes cantidades a los gritos de terror produciendo energía en mas altas proporciones y reemplazando el horror por la alegría, crearon una nueva relación, así los monstruos dejaron de aterrorizar y comenzaron a alegrar la vida de los infantes y el resultado no podía ser otro que  el disfrute de la felicidad.

Me dirán, eso es posible solo en la ficción, bueno, lo de la metrópoli de los monstruos sí, pero la vida tuya y la mía, los recuerdos, la tragedia que vivimos por los agravios, la culpa, el rechazo o el reproche, no son ficción, son crudas realidades y hacer que sean diferentes, es nuestra responsabilidad, porque cada individuo es responsable de elegir como vivir y de conocer que cada decisión trae consecuencias. En una ocasión una bella y agraciada joven me pidió que la llevara de una aldea cercana a la ciudad para donde iba y hablando con ella, me confió que su viaje era con el objeto de obtener dinero y le pregunte ¿y cómo? Su respuesta fue simple. ¡Como sea! Entonces agregue y ¿si te consigues un sida?; ella me respondió: Dios me libre; de inmediato añadí: Dios no te va a librar de las consecuencias de lo que tú has decidido hacer en contra de su voluntad y violando sus mandamientos. No podre ser librado si estoy hundiendo un puñal en la humanidad de alguien y al mismo tiempo este rogando: ¡Señor líbrame de cometer homicidios!

Tenemos una tendencia mal  interpretada y peor dirigida cuando dejamos las consecuencias de los actos a los caprichos y vaivenes del tiempo, creyendo en un destino que no existe y como aseguraba la mitología  de los antiguos griegos, que ni los dioses del Olimpo podían cambiar.

Pretendemos que Dios intervenga en cambiar todo aquello, que nosotros nos negamos con tozuda reiteración a hacer o queremos que Dios se encargue de arreglar todos  los errores que cometemos sin que tomemos acciones determinantes para corregirlos, es seguro que muchos yerros, acciones y decisiones en que incurrimos a diario no tenemos la capacidad de superar, pero una cosa si es segura, mientras no determinemos hacer las cosas diferentes, aun teniendo la capacidad para lograrlo, sino accionamos nunca lograremos tal cosa, aunque invoquemos la ayuda de Dios y pidamos su participación directa; Dios jamás intervendrá para cambiar lo que personalmente no se quiere cambiar y tampoco hará nada a nuestro favor cuando violando sus principios usando el libre albedrío, decidimos hacer lo que no conviene, esperando que no traiga  malas consecuencias. 

Tal vez te sientes impotente o incapaz para hacer la voluntad de Dios, pero si no lo intentas y accionas no podrás mover el poder de Dios a tu favor, la dificultad no es la grandeza del problema que se presenta, sino la determinación de enfrentarlo y cuando das el paso de fe, Dios lo da contigo en perfecta sincronización y cuando El avanza con nosotros no habrá dificultad que no se doblegue al paso formidable del Rey de reyes y Señor de señores.


Nadie puede meter la mano en el fuego sin correr el riesgo de quemarse y de producirse heridas graves y dolorosas, de la misma manera nadie tiene licencia par incurrir en ofensas contra Dios y salir indemne de su falta, la sentencia en su Palabra es clara y directa: no tendrá por inocente al culpable. (Nahúm. 1:3).

Por el pastor: Fernando Zuleta V.

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