Desde muy niño oí hablar de la pena moral, teniendo en cuenta que la mayoría de las veces que se trataba del tema hacían alusión a determinada persona, que había muerto de ese mal, no recuerdo como imaginaba tan fatal enfermedad, cresi con un ensañamiento y un sórdido rencor contra esa mortal y despiadada patología y con el correr del tiempo descubrí que era sinónimo de tristeza, sin caberme en la cabeza este pensamiento siempre me preguntaba ¿será posible que la tristeza mate? ya para esa época había experimentado momentos de tristeza, pero cuando alguno de los chicos de la cuadra me invitaba a los juegos que tan frecuentemente hacíamos, ese instante melancólico desparecía inmediatamente, seguro que como para mi funcionaba esta metodología, debía de suponer que para todos era igual y no le encontraba asidero, ni comprensión a la idea de que alguien feneciera de ese mal.
Pasó el tiempo y de una manera empírica fui entendiendo que la pena moral era un sufrimiento interno, que no tenía manera alguna de descifrarse y menos de explicarse, que era ocasionado por el rechazo, por el engaño, por la traición, que de todas formas tenía que ver con el desprecio y el olvido de unos hacia otros y que en ello estaba incurso la ruindad, la mezquindad y la vil mentira como triada destructiva hasta más allá de la imaginación.
Al fin comprendí porque avasallaba tan formidablemente a los que eran presa de su letal abraso, que como una red de finísimos hilos irrompibles se cerraban contra su víctima, ocasionándole una de las muertes más lentas y dolorosas que se conozcan.
La agonía que produce el sufrimiento moral, no tiene comparación con el físico, porque si este último se hace insoportable, simplemente te elimina y allí termina toda la historia, pero el otro te mina lenta y pausadamente agudizándose y despedazando tu alma hasta dejarla sin capacidad de respuesta ante la avalancha incesante del dolor, ahondando profundamente en lo más recóndito del ser, haciendo de cada momento una realidad lacerante y brutal, yendo más allá de la capacidad de asimilación, sin dejar de hundir sus crueles y terroríficas garras en el espíritu quebrantado y roto por los tormentos infringidos al ánimo y la voluntad.
Esta clase de angustia no puede ser comprendida por los que nos rodean, aunque asuman con el que la padece la identificación plena y ser hagan uno con su sufrimiento, pertenece como un sello original a su único y exclusivo dueño y no existe manera alguna de compartirla con alguien humanamente hablando haciéndola más fácil y llevadera, tal vez en ello encuentro la causa por lo cual para mí siempre ha sido difícil dar el pésame a un atribulado y lloroso doliente por la irreparable pérdida de un ser amado.
“Entiendo tu sufrimiento” es la frase piadosa más usada, pero menos realista cuando queremos demostrar empatía con los que padecen dolor moral, debido a que cada individuo siente los efectos de manera diferente y su intensidad varía de acuerdo a su individualidad; sabemos que sufre, pero desconocemos el grado y dimensión de ese estado de angustia.
La facilidad con que pernea las capas externas de la resistencia espiritual, la manera en que vulnera los recubrimientos protectores de la intimidad humana hacen del sufrimiento moral un enemigo formidable difícil de combatir y de vencer. Muchos caemos en la trampa de dar consuelo al afligido en el medio de la intensidad de su agobiante sufrimiento, sin saber que tratar de hacer flotar al que está inmerso en la profundidad de esas aguas turbulentas es como añadirle un lastre a su cuerpo y que toda palabra de ánimo o de aliento que se exprese caerá sobre su atormentado espíritu, como un acido corrosivo sobre una herida recién hecha.
Me acuerdo cuando un buen amigo mío, sufrió el doloroso episodio de perder a uno de sus pequeños hijos, al ser atropellado por un auto-motor, fui a brindarle apoyo en medio de su terrible tribulación y no pude expresar ninguna frase coherente ante la magnitud de su tragedia, me limite a abrasarlo y a sentir sobre mi pecho el llanto delator de su impotencia e intenso sufrimiento. No dije nada porque comprendí que las palabras no tenían cabida ni significación alguna ante el drama de una tragedia de tan colosales dimensiones, con el pasar del tiempo, me he felicitado por tan inusual decisión, comprendiendo que en esos casos el silencio es más beneficioso y sensato que lo altilocuente de las palabras.
Solo el que ha sido golpeado por la inmisericorde congoja del dolor moral, únicamente el que ha estado inmerso en las gélidas aguas del sufrimiento espiritual, le es permitido someramente tener comprensión de tan dantesco sufrimiento, aunque esa es la dramática realidad para todos los seres humanos, hay uno que puede entender todo tu sufrimiento y dolor sea físico o moral y te dice: si estas trabajado y cargado ven a mí y te hare descansar y su nombre es JESUCRISTO.
Por el pastor: Fernando Zuleta V.
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